Si uno lee la
contraportada de La última noche (Editorial Salamandra) de
James Salter, puede que a priori no nos parezca demasiado diferente a
otros narradores americanos como Cheever, Carver, Yates, Ford o
incluso Lucía Berlin. Sin embargo, aunque rodos aborden la clase
media americana como leiv motiv de sus relatos, James Salter
aborda como nadie la sutileza. Es como dice en su primer relato, en
El cometa, en la escena en que un padre y un hijo se están
bañando y el narrador comenta que encuentran una capa de agua cálida
justo antes del agua fría. Eso es exactamente lo que pasa con la
literatura de Salter. Parecen aguas cálidas y conocidas, sin
estridencias ni abismos. A veces su escritura puede parecer demasiado
formal y alejada. Pero debajo del agua cálida encontramos misterios
insondables entre matrimonios, borracheras, fornicaciones,
infidelidades. Puede que las situaciones no sean nuevas, en efecto,
pero Salter aborda la putrefacción de las relaciones humanas a lo
largo del tiempo.
Y lo hace mediante una
instantánea, en la que la elipsis, todo lo que no se dice, tiene
mucha más importancia que lo obvio. En ella, juega con los símbolos,
los abraza y los trastoca, poniendo patas arriba toda la aparente
seguridad y el status quo de la sociedad americana, tantas veces
retratada y criticada, desde el ya mencionado Cheever hasta American
Beauty o Mujeres Desesperadas. Tal vez sus personajes
sean un quiero y no puedo. Son mujeres de mediana edad a las que ya
se les empiezan a marcar las arrugas debajo del maquillaje. Hombres
capaces que renunciaron a sus sueños y se ven abocados a matrimonios
sin amor de los que sólo buscan huir. Y los que triunfan, los
guionistas o los poetas, tampoco salen mejor parados.
Y qué decir de los
hijos, que cuando aparecen tienen dificultades para leer, o sufren
infidelidades o simplemente son un adorno más en el traje de novia
del segundo matrimonio de su madre. Y lo mismo pasa con las mascotas.
Parece que el papel de los débiles en el mundo de Salter es ese, ser
comparsas, resaltar con su pureza la mediocridad de todo lo que les
rodea. Y esa tarea no es baladí. Es como si esa perfecta clase media
americana, con sus barbacoas, sus picnics del Cuatro de Julio y su
mano puesta en el corazón durante el himno estuviera infectada por
un cáncer en el centro mismo de su ser. Y por eso, al igual que la
mujer de La última noche, relato que cierra el libro, pide
que la ayuden a morir para terminar con su dolor, como si fuera un perro
o un caballo herido. Bajo las urbanizaciones de la Costa Este hay
corrientes de maldad y temor, como ya sabía David Lynch.
Por eso es importante
James Salter. Porque su mirada no pasa por el alcoholismo ni la
desesperación, sino por el retrato de matrimonios que beben martinis
tras cometer una infidelidad y ducharse luego. Parejas en las que las
mujeres, lejos de ser divinas, se tropiezan y trastabillan al subir
la escalera, mientras él se abstrae en la visión de un cometa.
Personajes que palpitan, están vivos, luchan y se enfrentan como
pueden a la decadencia y a la muerte.
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