Sólo Ian McEwan podría
escribir una novela con la hondura psicológica de Expiación y años más tarde, Cáscara de Nuez (Editorial Anagrama).
Pero que nadie se llame a engaño. Como siempre ocurre con este
autor, la aparentemente sencilla trama se va complicando hasta llegar
a extremos insospechados.
Un feto sin nombre flota
en el líquido amniótico en el útero de su madre. Le queda poco
para nacer, así que empieza a sentir la estrechez del espacio. Sus
únicas formas de conocer lo que pasa ahí fuera son las
conversaciones que mantienen su madre, su padre y su tío y los
podcast que escucha su madre por las noches. Es una vida plácida,
que le permite entregarse a reflexiones filosóficas. Pero algo
siniestro se está cociendo fuera. Su madre y su tío (el hermano de
su padre) mantienen una relación a espaldas de su padre poeta. Pero
por si no fuera suficiente, plantean hacerle daño, mucho daño.
Desde el punto de vista
literario, el narrador elegido es inaudito y da pie a situaciones
cómicas. Pero Ian McEwan corta de raíz esta risa para mostrarnos la
miseria y podredumbre moral del ser humano en toda su plenitud. No es
casual que la casa esté inundada de basura y de moscas mientras
avanza la trama y los personajes se despojan de tapujos éticos.
En este caso, el autor
también trata el tema del amor, como en muchas de sus novelas. Pero
es un amor no correspondido entre una madre y su hijo no deseado.
También es un amor traidor, que degenera en adulterio. La bajeza
moral de sus protagonistas, la incapacidad del nonato para hacer
algo, nos brinda momentos verdaderamente elocuentes. Desde esa
cáscara de nuez, que es como denominó Shakespeare al útero
materno, el feto analiza la realidad que le rodea y se la imagina
partiendo de las voces, del tono, de los latidos de su madre. Un
experimento literario muy grato y que acaba dejando un buen sabor de
boca.
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