Una novela honesta y brutal que analiza la relación de la autora con la muerte.
Para ser sincera, terminé
la lectura de El comensal (Caballo de Troya) en una sola
mañana lluviosa. Después sali a la calle y respiré el aire húmedo,
profundamente impresionada. La sensación que tenía era la de que
alguien inusualmente cercano a mí me había contado unas
experiencias profundas y conmovedoras en torno a la muerte.
Gabriela Ybarra analiza
los fallecimientos de dos seres queridos. El primero es el secuestro
y posterior asesinato de su abyelo, Javier Ybarra, a manos de la
banda terrorista ETA. Aunque el suceso se produjo años antes de que
ella naciera, Gabriela hace un magnífico trabajo de investigación
buceando en hemerotecas y archivos de periódicos hasta lograr
reconstruir la noticia. Da pocos o ningún testimonio de su padre, de
quien deja sus recuerdos para el final del libro. Quizá lo más
notable de esta primera parte haya sido la restauración de los
llamados “años de plomo”, en los que la banda terrorista mataba
indiscriminadamente dentro y fuera del País Vasco y los empresarios
y políticos tenían que llevar escolta. Ella misma y su familia eran
considerados objetivos de la banda y fueron escoltados.
La descripción de los
detalles morbosos con los que los medios nos bombardeaban durante la
década de los ochenta, los comentarios de las informaciones
prohibidas o directamente desgradables (no se aplicaba autocensura en
esa época, parece ser) nos acompañaba día sí, día también en
aquella España que acababa de estrenar democracia hasta que la
barbarie estalló del todo con el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
Sin embargo, la muerte
más cercana será la de su madre, enferma de cáncer, quien falleció
antes de un año de haberle sido detectado. Los tratamientos con
quimioterapia, las recaídas, la medicación, y los paseos con la
madre por Nueva York servirán de marco para establecer los recuerdos
de un pasado no muy lejano y para conseguir que su padre le cuente
más detalles sobre el asesinato de su abuelo. Pero la narración es
objetiva, clara y casi periodística, como una crónica. Sin
sentimentalismos y sin tapujos, nos narra los peores aspectos del
cáncer en un intento de catarsis.
De esta forma, Gabriela
Ybarra viene a decir que lo terrible en sí es la muerte, sin
importar si viene de la mano de una enfermedad, de un asesinato o de
un avión que se estrella. La muete, que quizá sin quererlo, rompe
en pedazos nuestras vidas y las de nuestros seres queridos y después
nos monta de una forma distinta. Una forma literaria de hacer un
duelo. Un libro que ayuda a cerrar muchas heridas.
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