Un texto que reflexiona sobre la omnipotencia de la muerte y sobre nuestro efímero paso por el mundo.
Hace siglos, a
los emperadores romanos que regresaban victoriosos de las batallas,
les seguía siempre una persona que portaba una calavera. Se trataba
del llamado memento mori. Es decir, un recordatorio de que por
muy grande que fuera su gloria, no se librarían de la muerte. La
Edad Media heredó esta concepción del mundo, fomentada sobre todo
por la Iglesia católica (encargada de considerar al hombre pasto
para los gusanos).
Pero con la llegada de la
Revolución Industrial y las sociedades modernas, la idea de la
muerte se ha ido apartando de forma consciente de nuestro
pensamiento. Los cementerios se hacen en lugares alejados (aunque
irremediablemente son absorbidos por el crecimiento de las ciudades)
y se considera de mal gusto hablar de la muerte.
¿Por qué se ha llegado
a esto? Recaredo Veredas, en su libro No es para tanto.
Instrucciones para morir sin miedo (Editorial Silex), analiza de
forma amena y rigurosa cómo se ha llegado a esta situación. A lo
largo del texto, que no constituye un ensayo, sino una reflexión
consciente y sesuda, el autor nos acompaña por el negocio de los
crematorios, la biología forense y legal, el análisis del sueño
como una pequeña muerte, la importancia de contemplar cadáveres,
etc. También veremos cierta perspectiva legal sobre temas espinosos,
como el del suicidio asistido o la eutanasia.
Sin meterse en ningún
tipo de ideologías ni de religiones, el autor también analiza las
experiencias cercanas a la muerte, la luz al final del túnel, de la
que todos los que han regresado hablan. Es bien sabido que las
personas que experimentan situaciones cercanas a la muerte regresan
sintiéndose más libres, seguros y alegres, capaces de disfrutar más
de la vida.
Entonces, ¿por qué
seguimos apartando la muerte de nuestras vidas cuando es una
presencia constante, como se empeña en recordarnos? Hablar de la
muerte, visitar los cementerios sin razón o interesarse por ritos
fúnebres se considera hoy en día siniestro y de mal gusto. Es como
si quisiéramos confinar a la muerte lejos cuando en realidad está
siempre entre nosotros, rondándonos. Recaredo se plantea si no
llegaríamos a ese momento final con más tranquilidad si nos lo
tomáramos de otra manera. Por ejemplo, el autor sugiere que tal vez
sería bueno que las personas elijamos nuestro ataúd en vida en
lugar de dejarles el marrón a otros. Tal vez desdramatizar la muerte
sea el primer paso para aceptarla plenamente, en lugar de apartarla
hasta que se convierte en algo inevitable. Y para ello pone algunos
ejemplos cinematográficos, que van desde Biutiful hasta Mi
vida sin mí.
Recuperemos, pues, ese
contacto directo con la muerte en la que los cadáveres se velaban en
las casas y luego se servía un desayuno. Aquellas épocas en las que
los familiares pedían que se fotografiase a sus seres queridos y
guardaban las imágenes como recuerdo. Seguramente aquellas personas,
antepasados nuestros, tenían una relación más sana con la muerte
que la que tenemos ahora, con todas esas autopistas de la información
y sociedades tecnificadas.
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