El autor de Zaragoza desmitifica el territorio de la infancia en una novela sobre la vida en un colegio de provincias.
Cruzarse
de acera o esconderse en un comercio porque viene el matón de clase. Sentir el
golpe de una colleja en la nuca. Pasarse el recreo escondido en los baños. Son
situaciones más o menos cotidianas que casi todos hemos vivido en nuestra
infancia. Y sin embargo, la niñez y la preadolescencia siguen siendo
consideradas como las mejores etapas de nuestra vida. ¿Por qué?
Ángel
Gracia desmitifica en esta novela eses territorio ideal de la infancia, lleno
de seguridad y juegos y para ello nos traslada a un colegio de Zaragoza, en el
que los matones de clase han hecho una banda y se dedican a amenazar al resto de
chavales de clase, ante la indiferencia absoluta de las profesoras.
Campo Rojo (Editorial Candaya), el
título del libro, hace referencia al descampado cubierto de tierra roja en el
que juegan los protagonistas, rodeados del humo de las fábricas en el extrarradio
de una ciudad de provincias, que puede ser cualquiera de nuestra geografía
española durante los años setenta.
Allí
los chavales juegan al fútbol, lanzan piedras o quedan con las chicas después
de clase. Pero también se alzan bloques en los que viven familias que luchan
para llegar a fin de mes, los chavales que esnifan pegamento o las chicas que se
dejan hacer de todo.
Ángel
Gracia refleja con exactitud una atmósfera escolar que permanecería hasta
pasados los noventa, en la EGB. Un sistema educativo perverso que permitía que
los chavales repitieran infinitas veces, llegando a coexistir en la misma clase
chicos de diecisiete años (eternos repetidores) con chavales de catorce.
Este
es el caldo de cultivo ideal para la violencia física y verbal hacia los más
desamparados de clase, hacia los que intentan destacar. La crudeza del relato
de Ángel Gracia alcanza cotas máximas en la narración de una excursión escolar.
Pero sin embargo, no es un mero libro en el que enunciar los abusos de la
infancia (ahora llamado bullying),
sino que el autor da un paso más y culpa tanto a las víctimas como a los
verdugos.
En
este sentido, el libro me ha recordado en algunos pasajes a otro publicado en
la misma editorial, Autopsia, de
Miguel Serrano Larraz, porque ambos comparten el mismo escenario, Zaragoza y
planteamientos muy parecidos sobre la violencia en la infancia y la
adolescencia.
No
estamos, por tanto ante un libro autocomplaciente ni ante una escritura
terapéutica en la que el autor descarga los traumas de su infancia. Es más un
sentimiento colectivo, un escalofrío común que nos recorre la espalda al
hacernos evocar sensaciones que ya creíamos perdidas. Los gritos en los recreos
pidiendo el balón o el olor a lejía y desinfectante que imperaba en los pasillos.
Muchos nos vemos reflejados en esa novela, y tal vez debería dar qué pensar
sobre nuestro sistema educativo.
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